Extraños ruidos, rascaduras , surgían del otro lado de la puerta de la bodega al día siguiente, cuando Kress se disponía a inspeccionar. Escuchó durante unos instantes angustiosos, preguntándose si Idi habría logrado sobrevivir. ¿Estaría allí escarbando para tratar de salir? Esto le pareció improbable. Tenía que tratarse de los reyes. A Kress no le gustaron las implicaciones del hecho. Decidió mantener la puerta cerrada, al menos durante un tiempo. Salió al exterior de la casa con una pala, dispuesto a enterrar a los vientres en sus mismos castillos.
Las fortalezas estaban mucho más pobladas.
El vidrio volcánico del castillo negro lanzaba destellos y los reyes de la arena ocupaban por completo la fortaleza, reparándola y mejorándola. La torre más elevada llegaba hasta la cintura de Kress y en ella se encontraba una espantosa caricatura de su rostro. Conforme iba acercándose, los negros abandonaron su trabajo y formaron dos amenazadoras falanges. Kress miró a su espalda y vio otros móviles que cerraban su retirada. Asustado, soltó la pala y echó a correr para salir de la trampa, aplastando a varios móviles con sus botas.
El castillo rojo trepaba por las paredes de la piscina. El vientre se hallaba a salvo en un hoyo, rodeado de arena, hormigón y almenas. Los rojos se arrastraban por todo el fondo de la piscina. Kress observó que estaban metiendo en el castillo una rata y una lagartija enorme. Horrorizado, se apartó del borde de la piscina y notó que algo crujía. Al bajar los ojos vio tres móviles que trepaban por su pierna. Se los quitó de encima de un manotazo y los aplastó, pero otros se acercaron con rapidez. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos, casi del tamaño de su pulgar.
Kress se alejó corriendo.
Cuando se puso a salvo en la casa, su corazón latía con violencia y su respiración era jadeante. Cerró la puerta en cuanto entró y se apresuró a echar la llave. Se suponía que su mansión se hallaba a prueba de plagas. Se encontraría a salvo en ella.
Una bebida fuerte calmó sus nervios. Así que el veneno no les hace nada, pensó. Debía haberlo supuesto. Jala Wo le había advertido que el vientre comía de todo. Tendría que usar el insecticida.
Bebió un poco más, se puso el mono de plástico y fijó el recipiente de insecticida a su espalda. Abrió la puerta.
En el exterior, los reyes de la arena estaban aguardando.
Dos ejércitos hicieron frente a Kress, aliados contra la amenaza común. Más reyes de los que podía haberse imaginado. Los malditos vientres debían de estar procreando como ratas. Los móviles se encontraban por todas partes, formaban un mar reptante.
Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una niebla gris cubrió la formación más próxima de reyes. Movió la mano de un lado a otro.
Donde caía la niebla, los móviles se retorcían violentamente y morían tras repentinos espasmos. Kress sonrió. No eran rivales para él. Los roció describiendo un amplio arco ante él y avanzó confiadamente sobre un revoltijo de cuerpos blancos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress prosiguió su avance, resuelto a romper la defensa y llegar hasta los vientres.
La retirada de los reyes cesó de repente. Mil móviles se lanzaron hacia Kress.
Pero Kress ya e esperaba el contraataque. Mantuvo su posición, extendiendo ante él la espada de niebla en amplios arcos. Los móviles se abalanzaron hacia Kress y morían. Algunos alcanzaron su objetivo, ya que Kress no podía rociar todos los lugares a la vez. Notó que trepaban por sus piernas, sintió que las mandíbulas mordiendo inútilmente el plástico reforzado de su mono. Hizo caso omiso del ataque y continuó lanzando insecticida.
Entonces empezó a sentir débiles impactos en la cabeza y espalda.
Kress se estremeció dio la vuelta y alzó la mirada.
[…]
George R. R. Martin. Canciones que cantan los muertos. Ed. Martínez Roca, S.A. Barcelona. 1986.
No hay comentarios:
Publicar un comentario