Una antología cuyo criterio de selección responde al título: al libre arbitrio de los gustos del antólogo, sin pretender darle otra unidad interna coomo no fuera el placer o disfrute -sea de tipo intelectual, sensible, sensual, humorístico...- que ha proporcionado al antólogo. No se tendrán en cuenta pergaminos de los autores ni época o región de procedencia. Sólo es, una antología arbitraria...

Si quiere sumar su texto, poema, cuento, fragmento, preferido, puede hacerlo. Envíenos, via mail edicionesaql@yahoo.com.ar–, el mismo, y dentro de lo posible adjunte también, escaneo mediante, la imagen de la tapa de la obra correspondiente. Además de un breve comentario o "justificativo" del porqué de su selección. Justificativo que, nosotros, en el blog, ya dimos en el texto de cabecera del mismo...

3.19.2009

El cielo suspendido (Cap. 47) / Richard Adams

Verbena comprendió que lo imposible había sucedido. El general había recibido la peor parte. Lo que había dicho significaba: “Ayúdame a esconder la cosa. No dejes que los otros se enteren.”
“Y en nombre de Fri, ¿qué pasará ahora? –pensó Verbena– o La pura verdad es que Tailí hace rato que nos está ganando, desde que lo encontramos en Efrafa. Y cuanto antes volvamos allá, mejor será.”
Enfrentó la pálida mirada de Mostazo, vaciló un momento y después subió al montón de tierra. Mostazo cojeó hasta los dos pasadizos, un poco hacia la pared del Este, que había ordenado abrir a Alpiste. Los corredores estaban ahora con la entrada limpia y los cavadores se perdían de vista en los túneles.
Cuando se acercó, Alpiste emergió del túnel más apartado y empezó a limpiarse las patas en una raíz.
—¿Cómo andan por aquí las cosas? -preguntóMostazo.
—Este corredor está abierto, general –dijo Alpiste–, pero el otro tardará más tiempo, me temo. Está muy bloqueado.
—Basta con uno –dijo Mostazo–, siempre que se pueda pasar por él. Podemos traer a los nuestros y empezar a derribar esa pared del fondo.
Estaba a punto de meterse él mismo en el corredor cuando encontró a Verbena a su lado. Por un momento creyó que venía a anunciarle que había matado a Tailí, pero una segunda mirada lo convenció de que no era así.
—Eh..., tengo una basurita en el ojo, general –dijo Verbena–. Me la quitaré y volveré a atacarlo.
Sin una palabra, Mostazo se dirigió al extremo del Panal. Verbena lo siguió.
—Cobarde –le dijo Mostazo al oído–. Si yo pierdo autoridad, ¿dónde irás a parar tú en menos de un día? ¿Acaso no eres el oficial más odiado de Etrafa? Hay que matar a ese conejo.
Nuevamente subió al montón de tierra. Después se detuvo. Verbena y Cardo, al levantar la cabeza para ver más allá de él entendieron por qué. Tailí había avanzado por el pasadizo y estaba acurrucado debajo. La sangre había endurecido el mechón de pelo de su frente y una oreja, casi cortada, le colgaba junto a la cara. Su respiración era lenta y pesada.
—Te resultará mucho más difícil empujarme desde aquí, general –dijo.
Con una especie de fatigada, apagada sorpresa, Mostazo comprendió que tenía miedo. No quería atacar otra vez a Tailí. Supo, con una certeza que se retraía, que no podía hacerlo. ¿Y quién podía?, se preguntó ¿Quién era capaz de hacerlo. No, tendrían que entrar de otra manera y todos lo entenderían.
—Tailí –dijo–, he despejado un corredor. Puedo traer bastantes conejos para derribar esta pared en cuatro puntos. ¿Por qué no te rindes?
La respuesta de Tailí, cuando llegó, fue baja y jadeante, pero perfectamente clara:
—Mi Conejo Jefe me ha dicho que defienda este pasadizo y, hasta que él diga lo contrario, no me moveré de aquí.
—¿Su Conejo Jefe? –dijo Verbena atónito.
Nunca se le había ocurrido a Mostazo ni a ninguno de sus oficiales que Tailí no fuera el Conejo Jefe de su conejera. Sin embargo, sus palabras tenían el peso de la convicción. Decía la verdad. Y, si él no era el Conejo Jefe, entonces, en algún 1ugar cercano debía haber otro conejo, más fuerte que él. Un conejo más fuerte que Tailí. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía en este momento?
Mostazo sintió que Cardo ya no estaba detrás de él.
—¿Adónde ha ido ese muchacho? –preguntó a Verbena.
—Parece que se ha escurrido, señor – contestó Verbena.
—Debiste detenerle –dijo Mostazo–. Tráelo aquí.
Pero fue Alpiste quien se presentó unos momentos después.
—Perdón, general –dijo–. Cardo se ha ido por el pasadizo abierto. Creí que tú lo mandabas y, por eso no le pregunté qué hacía. Uno o dos de mis conejosos le han acompañado..., no sé para qué, te lo aseguro.
—Ya les enseñaré yo para qué –dijo Mostazo–. Ven Conmigo.
[…]
—¿Quién diablos es ése? –preguntó; el general Mostazo.
—Es... debe ser el conejo que estaba ahí tirado, señor –dijo Alpiste–. El conejo que dimos por muerto.
—Oh, ¿es ése? –dijo Mostazo–. Bueno, te viene a ti al pelo, Verbena. A ése podrás atacarlo, me parece. Date prisa –chanceó, al ver que Verbena vacilaba, sin saber si el general hablaba en serio–, y ven en cuanto hayas terminado.
Verbena avanzó lentamente por el piso. Pero no estaba muy satisfecho con la perspectiva de matar a un conejo tarno [desvalido], que tenía la mitad de su tamaño, para obedecer una orden burlona y despreciativa. El conejito no se movió ni para retroceder ni para defenderse: siguió mirándolo con unos grandes ojos que, aunque turbados, no eran ni los de un enemigo derrotado, ni los de una víctima. Ante aquella mirada, Verbena se detuvo indeciso y por un rato los dos se miraron en la luz tenue. Después, muy tranquilamente, sin rastros de miedo, el conejo desconocido dijo:
—Lo lamento por vosotros con todo mi corazón. Pero no podéis reprochárnoslo, porque vinistéis a matarnos si podíais.
—¿Reprocharos? –contestó Verbena–. ¿Qué vamos a reprocharos?
—Vuestra muerte. Créeme: lamento vuestra muerte.
[…]

Richard Adams. La colina de Watership. Bruguera. Barcelona. 1977

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