Antología Arbitraria

Una antología cuyo criterio de selección responde al título: al libre arbitrio de los gustos del antólogo, sin pretender darle otra unidad interna coomo no fuera el placer o disfrute -sea de tipo intelectual, sensible, sensual, humorístico...- que ha proporcionado al antólogo. No se tendrán en cuenta pergaminos de los autores ni época o región de procedencia. Sólo es, una antología arbitraria...

Si quiere sumar su texto, poema, cuento, fragmento, preferido, puede hacerlo. Envíenos, via mail edicionesaql@yahoo.com.ar–, el mismo, y dentro de lo posible adjunte también, escaneo mediante, la imagen de la tapa de la obra correspondiente. Además de un breve comentario o "justificativo" del porqué de su selección. Justificativo que, nosotros, en el blog, ya dimos en el texto de cabecera del mismo...

3.19.2009

Mañana en la batalla piensa en mí / Javier Marías

[...] Y entonces habría sonado el teléfono a una hora impropia en esa ciudad, y cuando Deán lo hubiera cogido y hubiera respondido “¿Diga?” con otra palabra, yo colgué asustado el teléfono público de un Vips de Madrid, hay un tipo de dientes largos esperando a que se lo deje libre. Los timbrazos de mi llamada en la habitación de Deán resuenan y sobresaltan a través de la noche a la empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando hacia ella –ningún ‘burglar’, en inglés hay palabra específica para el ladrón de edificios, para el intruso que yo había sido la noche anterior en casa de Marta y de su marido aunque no hubiera entrado subrepticiamente–, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe veda en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá así ya fue vista sin que ella se diera cuenta. “Y aún va a decir más Deán”, pensé todavía, “dirá: ‘Pero no me basta con su estupefacción y fastidio y su pánico y su mala suerte, no me basta con su horror de un momento que ya ha pasado, quiero encontrar a ese hombre para hablar con él y pedirle cuentas y contarle lo que pasó por su culpa. Quiero contarle a él justamente cómo pasé ese día entero en que creí viva a Marta y ya estaba muerta y cómo veo ese día ahora cuando se repite en mis pesadillas y oigo la voz que dice: Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga herrumbrosa tu lanza. Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla. Mañana en la batalla piensa en mí, desespera muere. ” Eso va a decir, y si lo dice yo me llevaré las manos a los oídos y caeré desplomado, o quizá a las sienes que irán a estallarme, mis pobres sienes, porque no podré soportar que lo diga y yo deba escucharlo.”
[...]


Javier Marías. Mañana en la batalla piensa en mí. Anagrama. Barcelona. 1994.

La cometa / Patricia Highsmith

[...]
«¡Huu-u! ¡Huu-u!», dijo el viento en sus oídos. Sonaba simpático Y cordial, más agradable que una voz humana.
Soltó el cordón, y eligió una posición desde la cual pudiera correr unos cuantos metros para lanzar la cometa, pero no fue necesario. La cometa se elevó en seguida hacia el norte. La cola ondeó desordenadamente al principio, la cometa volaba horizontal con el pico apuntando directamente hacia él, luego la cola tiró de ella y la puso vertical, Y el cordón corrió entre sus dedos.
Sostuvo el cordón con las dos manos Y lo dejó deslizarse durante casi un minuto. ¡La cometa era una auténtica voladora! ¡Apenas tenía que estimularla!
—¡Yuu-juu-uu!-gritó –gritó Walter al viento. No había nadie cerca que pudiera oírle, mirarle, ni criticarle..., tampoco nadie que admirase su cometa. Ahora la cometa rosa en forma de rombo parecía feliz, meciéndose un poco en el vacío azul, y subiendo cada vez más alto. Walter soltó más cordón, hasta que notó que el primer palo le saltaba a las manos, y se agarró a él.
¡Qué divertido! podía tirar despacio y con fuerza, luego notaba que la cometa tiraba aún más fuerte, arrastrándole, levantándole del suelo por un trecho, hasta que su peso y sus esfuerzos con el palo le permitieron volver a poner los pies en el suelo. Él y la cometa estaban equiparados. Esa idea le excitó.
Un perro ladró en la distancia, allá en el pueblo. La cometa parecía más pequeña ahora, como una cometa corriente, por la altura que había alcanzado. Walter tiró del cordón con toda su fuerza. echándose hacia atrás hasta que su cuerpo casi tocó el suelo. Entonces la cometa tiró de él lenta y suavemente y lo levantó en vilo. Walter movió los pies; esperando tocar el suelo, y en ese momento la cometa dio otro tirón fuerte y travieso, como y señal y Walter se encontró volando.
Miró tras de sí y vio el ovillo de cordón bailando en el suelo, desenroscándose, y el segundo ovillo cerca de ése, ahora inmóvil. Entonces el cordón de nylon se movió, el palo dio la vuelta y Walter vio que los árboles de la colina disminuía de tamaño y descubrió un valle en que no había reparado hasta entonces, con un estrecho ferrocarril serpenteando por el mismo. Walter contuvo el aliento uno segundos, no sabiendo si asustarse o no.
[…]

Patricia Highsmith. La casa negra. Alianza Editorial. Madrid. 1994.

Globito - Flechita / Fernando Hoyos





Fernando Hoyos. Librito de las imágenes imaginables. Espasa-Calpe/Planeta-Agostini. Barcelona. 1988.

Los Reyes de la arena / George R. R. Martin.

[…]
Extraños ruidos, rascaduras , surgían del otro lado de la puerta de la bodega al día siguiente, cuando Kress se disponía a inspeccionar. Escuchó durante unos instantes angustiosos, preguntándose si Idi habría logrado sobrevivir. ¿Estaría allí escarbando para tratar de salir? Esto le pareció improbable. Tenía que tratarse de los reyes. A Kress no le gustaron las implicaciones del hecho. Decidió mantener la puerta cerrada, al menos durante un tiempo. Salió al exterior de la casa con una pala, dispuesto a enterrar a los vientres en sus mismos castillos.
Las fortalezas estaban mucho más pobladas.
El vidrio volcánico del castillo negro lanzaba destellos y los reyes de la arena ocupaban por completo la fortaleza, reparándola y mejorándola. La torre más elevada llegaba hasta la cintura de Kress y en ella se encontraba una espantosa caricatura de su rostro. Conforme iba acercándose, los negros abandonaron su trabajo y formaron dos amenazadoras falanges. Kress miró a su espalda y vio otros móviles que cerraban su retirada. Asustado, soltó la pala y echó a correr para salir de la trampa, aplastando a varios móviles con sus botas.
El castillo rojo trepaba por las paredes de la piscina. El vientre se hallaba a salvo en un hoyo, rodeado de arena, hormigón y almenas. Los rojos se arrastraban por todo el fondo de la piscina. Kress observó que estaban metiendo en el castillo una rata y una lagartija enorme. Horrorizado, se apartó del borde de la piscina y notó que algo crujía. Al bajar los ojos vio tres móviles que trepaban por su pierna. Se los quitó de encima de un manotazo y los aplastó, pero otros se acercaron con rapidez. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos, casi del tamaño de su pulgar.
Kress se alejó corriendo.
Cuando se puso a salvo en la casa, su corazón latía con violencia y su respiración era jadeante. Cerró la puerta en cuanto entró y se apresuró a echar la llave. Se suponía que su mansión se hallaba a prueba de plagas. Se encontraría a salvo en ella.
Una bebida fuerte calmó sus nervios. Así que el veneno no les hace nada, pensó. Debía haberlo supuesto. Jala Wo le había advertido que el vientre comía de todo. Tendría que usar el insecticida.
Bebió un poco más, se puso el mono de plástico y fijó el recipiente de insecticida a su espalda. Abrió la puerta.
En el exterior, los reyes de la arena estaban aguardando.
Dos ejércitos hicieron frente a Kress, aliados contra la amenaza común. Más reyes de los que podía haberse imaginado. Los malditos vientres debían de estar procreando como ratas. Los móviles se encontraban por todas partes, formaban un mar reptante.
Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una niebla gris cubrió la formación más próxima de reyes. Movió la mano de un lado a otro.
Donde caía la niebla, los móviles se retorcían violentamente y morían tras repentinos espasmos. Kress sonrió. No eran rivales para él. Los roció describiendo un amplio arco ante él y avanzó confiadamente sobre un revoltijo de cuerpos blancos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress prosiguió su avance, resuelto a romper la defensa y llegar hasta los vientres.
La retirada de los reyes cesó de repente. Mil móviles se lanzaron hacia Kress.
Pero Kress ya e esperaba el contraataque. Mantuvo su posición, extendiendo ante él la espada de niebla en amplios arcos. Los móviles se abalanzaron hacia Kress y morían. Algunos alcanzaron su objetivo, ya que Kress no podía rociar todos los lugares a la vez. Notó que trepaban por sus piernas, sintió que las mandíbulas mordiendo inútilmente el plástico reforzado de su mono. Hizo caso omiso del ataque y continuó lanzando insecticida.
Entonces empezó a sentir débiles impactos en la cabeza y espalda.
Kress se estremeció dio la vuelta y alzó la mirada.
[…]


George R. R. Martin. Canciones que cantan los muertos. Ed. Martínez Roca, S.A. Barcelona. 1986.

El cielo suspendido (Cap. 47) / Richard Adams

Verbena comprendió que lo imposible había sucedido. El general había recibido la peor parte. Lo que había dicho significaba: “Ayúdame a esconder la cosa. No dejes que los otros se enteren.”
“Y en nombre de Fri, ¿qué pasará ahora? –pensó Verbena– o La pura verdad es que Tailí hace rato que nos está ganando, desde que lo encontramos en Efrafa. Y cuanto antes volvamos allá, mejor será.”
Enfrentó la pálida mirada de Mostazo, vaciló un momento y después subió al montón de tierra. Mostazo cojeó hasta los dos pasadizos, un poco hacia la pared del Este, que había ordenado abrir a Alpiste. Los corredores estaban ahora con la entrada limpia y los cavadores se perdían de vista en los túneles.
Cuando se acercó, Alpiste emergió del túnel más apartado y empezó a limpiarse las patas en una raíz.
—¿Cómo andan por aquí las cosas? -preguntóMostazo.
—Este corredor está abierto, general –dijo Alpiste–, pero el otro tardará más tiempo, me temo. Está muy bloqueado.
—Basta con uno –dijo Mostazo–, siempre que se pueda pasar por él. Podemos traer a los nuestros y empezar a derribar esa pared del fondo.
Estaba a punto de meterse él mismo en el corredor cuando encontró a Verbena a su lado. Por un momento creyó que venía a anunciarle que había matado a Tailí, pero una segunda mirada lo convenció de que no era así.
—Eh..., tengo una basurita en el ojo, general –dijo Verbena–. Me la quitaré y volveré a atacarlo.
Sin una palabra, Mostazo se dirigió al extremo del Panal. Verbena lo siguió.
—Cobarde –le dijo Mostazo al oído–. Si yo pierdo autoridad, ¿dónde irás a parar tú en menos de un día? ¿Acaso no eres el oficial más odiado de Etrafa? Hay que matar a ese conejo.
Nuevamente subió al montón de tierra. Después se detuvo. Verbena y Cardo, al levantar la cabeza para ver más allá de él entendieron por qué. Tailí había avanzado por el pasadizo y estaba acurrucado debajo. La sangre había endurecido el mechón de pelo de su frente y una oreja, casi cortada, le colgaba junto a la cara. Su respiración era lenta y pesada.
—Te resultará mucho más difícil empujarme desde aquí, general –dijo.
Con una especie de fatigada, apagada sorpresa, Mostazo comprendió que tenía miedo. No quería atacar otra vez a Tailí. Supo, con una certeza que se retraía, que no podía hacerlo. ¿Y quién podía?, se preguntó ¿Quién era capaz de hacerlo. No, tendrían que entrar de otra manera y todos lo entenderían.
—Tailí –dijo–, he despejado un corredor. Puedo traer bastantes conejos para derribar esta pared en cuatro puntos. ¿Por qué no te rindes?
La respuesta de Tailí, cuando llegó, fue baja y jadeante, pero perfectamente clara:
—Mi Conejo Jefe me ha dicho que defienda este pasadizo y, hasta que él diga lo contrario, no me moveré de aquí.
—¿Su Conejo Jefe? –dijo Verbena atónito.
Nunca se le había ocurrido a Mostazo ni a ninguno de sus oficiales que Tailí no fuera el Conejo Jefe de su conejera. Sin embargo, sus palabras tenían el peso de la convicción. Decía la verdad. Y, si él no era el Conejo Jefe, entonces, en algún 1ugar cercano debía haber otro conejo, más fuerte que él. Un conejo más fuerte que Tailí. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía en este momento?
Mostazo sintió que Cardo ya no estaba detrás de él.
—¿Adónde ha ido ese muchacho? –preguntó a Verbena.
—Parece que se ha escurrido, señor – contestó Verbena.
—Debiste detenerle –dijo Mostazo–. Tráelo aquí.
Pero fue Alpiste quien se presentó unos momentos después.
—Perdón, general –dijo–. Cardo se ha ido por el pasadizo abierto. Creí que tú lo mandabas y, por eso no le pregunté qué hacía. Uno o dos de mis conejosos le han acompañado..., no sé para qué, te lo aseguro.
—Ya les enseñaré yo para qué –dijo Mostazo–. Ven Conmigo.
[…]
—¿Quién diablos es ése? –preguntó; el general Mostazo.
—Es... debe ser el conejo que estaba ahí tirado, señor –dijo Alpiste–. El conejo que dimos por muerto.
—Oh, ¿es ése? –dijo Mostazo–. Bueno, te viene a ti al pelo, Verbena. A ése podrás atacarlo, me parece. Date prisa –chanceó, al ver que Verbena vacilaba, sin saber si el general hablaba en serio–, y ven en cuanto hayas terminado.
Verbena avanzó lentamente por el piso. Pero no estaba muy satisfecho con la perspectiva de matar a un conejo tarno [desvalido], que tenía la mitad de su tamaño, para obedecer una orden burlona y despreciativa. El conejito no se movió ni para retroceder ni para defenderse: siguió mirándolo con unos grandes ojos que, aunque turbados, no eran ni los de un enemigo derrotado, ni los de una víctima. Ante aquella mirada, Verbena se detuvo indeciso y por un rato los dos se miraron en la luz tenue. Después, muy tranquilamente, sin rastros de miedo, el conejo desconocido dijo:
—Lo lamento por vosotros con todo mi corazón. Pero no podéis reprochárnoslo, porque vinistéis a matarnos si podíais.
—¿Reprocharos? –contestó Verbena–. ¿Qué vamos a reprocharos?
—Vuestra muerte. Créeme: lamento vuestra muerte.
[…]

Richard Adams. La colina de Watership. Bruguera. Barcelona. 1977

Axolotl / Julio Cortázar

[…]
Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al indinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía –lo supe en el mismo momento– de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas de lado vi a un axolotl junto a mí, que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuábamos, comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierro modo a él –ah, sólo en cierto modo– y mantener alerta su deseo de conocemos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Julio Cortázar. Final del juego. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1974.

Un escándalo / Naguib Mahfuz

Por la casa y el barrio corre la noticia.
Una de las vecinas le dice a mi madre:
—¿Has oído lo que se cuenta por ahí?
Mi madre pregunta intrigada de que se trata y la otra responde:
—¡Tawhida, la hija de Um Alí y del tío Ragab!
—¿Qué le pasa? ¡Qué Dios la proteja del mal!
—¡Ha conseguido un empleo en la administración!
—¿Un empleo en la administración?
—Como lo oyes, ¡por Dios santo, funcionaria... trabaja en un ministerio y se sienta junto a los hombres!
—¡Por Dios todopoderoso... una joven de tan buena familia... con una madre tan buena y un padre tan honrado!
—Nada, todo eso no son más que palabras, ¿qué hombre puede estar contento de semejante cosa?
—¡Dios mío! Protégenos, Señor, aquí en la tierra como en el cielo!
—¿No será porque la chica no es demasiado agraciada?
—De todos modos, habría encontrado un muchacho como es debido.
Las lenguas se desatan y las murmuraciones sobre la conducta de Tawhida no cesan. Se comenta, se ironiza, se condena. Cada vez que su padre, el tío Ragab, aparece, oigo en torno mío.
—¡Qué Dios nos proteja!
—¡Lástima de hombres, en que han ido a parar!
Tawhida es la primera mujer de nuestro barrio empleada en la administración pública. Dicen que ha sido compañera de mi hermana mayor en la escuela coránica. Todo lo que oigo sobre ella me incita a espiarla cuando vuelve del trabajo. Su cara pálida, su expresión cansada, su paso rápido, la distinguen de las demás muchachas y mujeres de nuestro barrio. Al llegar junto a mí, me dirije una mirada huidiza o pasa sin siquiera verme. Luego, se adentra en la callejuela. Y yo, repitiendo como un lorito lo que oigo decir a los demás murmuro:
—¡Lástima de hombres, en que han ido a parar!

Naguib Mahfuz. Historia de nuestro barrio. Libresa. Quito. 1995


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2.24.2009

Falsificaciones / Marco Denevi

El retrato y el rostro
Cuando el jesuita Melchiori Adolfati cayó en manos del Gran Tamerlán, logró salvar la vida gracias a la siguiente estratagema: le dijo que Marco Polo, en su libro, leído en toda Europa, lo había pintado como a un monarca generoso y espléndido, superior al Khan de Persia y al rey de la Horda de Oro e incluso al emperador del Catay, y a su país como un Paraíso terrenal, siendo que en la realidad lo menos que cuenta Marco Polo es que los hombres comparten la mesa y el lecho con las ratas y que el Gran Tamerlán combina la crueldad del tigre, la falsía de la serpiente y la fealdad del grajo.
El Gran Tamerlán, queriendo mostrarse a la altura de aquel lisonjero retrato, no solo le perdonó la vida a Adolfati, sino que también lo colmó de honores y presentes y lo despidió con demostraciones de amistad.
(Alessandro Pocci: Comentarios sobre el libro “De Principat”, de Micer Niccolo Machiavelli. Siena, 1652.)

Orden de matar en Bizancio
De1 libro De corruptione (Sobre la corrupción) de Paulo Diácono, no se conservan sino estas cuatro líneas (cuatro líneas que resumen, quizá, todo el libro, todo lo que el libro habrá buscado demostrar a través de largos razonamientos tediosos):
E1 emperador Teodoro Comneno deseaba deshacerse del estratego Gemistos, pero no atreviéndose causa del valimiento de éste, ordenó secretamente a uno de sus favoritos que ,buscase un asesino para Gemistos, y a tal fin le entregó un puñal envenenado y cien monedas de oro. Un tiempo después, mientras dormía, Teodoro Comneno sintió un agudo dolor en el pecho y despertó. Un eunuco lo estaba apuñalando con aquella arma envenenada. En la otra mano del eunuco, relucía una moneda de oro.


Marco Denevi. Falsificaciones. Eudeba. 1966.

Romancito de todos colores / Elsa Isabel Bonermann

Blanca cuando te encontré.
Cuando te miro, rosada,
o –de sol entre los ojos–
te pones anaranjada.
Azul azul cuando ríes
te vuelven las carcajadas
y tu sonrisa es celeste,
fruta negra en la mirada.
Juegas de verde o violeta;
si sueñas, otra vez blanca.
Grisecita cuando lloras,
por lluviosa y por nublada.
No sé por qué me pareces
amarilla cuando callas,
como si sombra de trigo
sobre ti se reflejara.
Sólo me falta encontrarte
colorada colorada:
Será cuando con un beso
yo te tiña, enamorada.

Elsa Isabel Bonermann. El libro de los chicos enamorados. Ilustraciones de Guido Broveris. Ediciones Librerías Fausto. Bs. As. Me terminaron de escribir en una lluviosa tarde del año 1976. Enamórese de mí.

3 poesías / Baldomero Fernández Moreno

Nocturno
..........La luna estaba blanca,
..........el cielo estaba gris.
Eran dos sombras negras
y era un beso sin fin.
..........La rueda del molino
..........dio media vuelta y empezó a gruñir.

Soneto de tus vísceras
Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
..........Canto a tu masa intestinal rosada,
..........al bazo, al páncreas, a los epiplones,
..........al doble filtro gris de tus riñones
..........y a tu matriz profunda y renovada.
Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.
..........Quiero gastar tus vísceras a besos,
..........vivir dentro de ti con mis sentidos...
..........Yo soy un sapo negro con dos alas.

Aventura
¡Como me hubiera gustado,
capitán aventurero,
sospechar del caballero
que va trotando a mi lado!
Asir su yelmo emplumado,
quitárselo con rudeza
y dar con una cabeza
toda en oro derramada,
ligeramente inclinada
con alegría y tristeza.

Baldomero Fernández Moreno. Las cien mejores poesías de Fernández Moreno. Eudeba. Bs. As. 1965.

Uno / Enrique Santos Discépolo

Como nació Uno
Siempre hay un “antes”... Un “antes” que justifica todo lo que puede venir después. Somos jóvenes antes de ser viejos, para justificar el reuma. Nos enamoramos antes de casarnos, cuando lo lógico sería que nos enamorásemos después... Hay, entre el antes y el después una relación de fuego y ceniza, de tajo y sangre, de grito y llanto. No se conciben separados. Para hablar de Uno –que llegó después– tengo que hablar de antes, de mí, de mi especial estado de ánimo en ese tiempo que precedió al nacimiento de Uno.
Estaba raro. No sé, no sé en realidad qué diablos me pasaba. Me entró de pronto una melancolía inexplicable. Melancolía de canario. Yo, que generalmente tengo buen humor, estaba insoportable. Quería pelearme con todo el mundo. Con los guardas, con los colectiveros. ¿Se da cuenta?... Con este cuerpo, quería pelear…
Fue una temporada terrible. En casa, un poco alarmados, llamaron al médico. No tenía nada, estaba sano: El médico, pobrecito, me aconsejó lo de siempre: que dejara de fumar, que dejara de beber, que dejara de acostarme tarde.
Puesto que se trataba de dejar de hacer algo, yo dejé de tomar tranvía. Seguí fumando, bebiendo, acostándome tarde. Porque lo que yo tenía era vejez, cansancio, cansancio de vivir. En ese momento me hubiera gustado hablar de otra manera, respirar de otra manera, caminar al revés... ¡qué se yo!... Me molestaban el tráfico, las bocinas, los gritos de los vendedores.
Aquí, entre nosotros, nada justificaba ese estado mío. Estaba sano, era feliz... Un hombre en esas condiciones debería saltar de alegría, sonreír como un fabricante de dentífrico.
Yo escupía pólvora, estaba áspero como un limón, intratable… Me acuerdo de aquellos días y... y...
Hice lo único lógico en ese clima de ilógica: ¡Me encerré! NO en un baúl, ni en el ropero. Me encerré en mi casa. Se desconectó el teléfono. La puerta de entrada no se abría para nadie.
En esos diez días pensé en mi vida, en las cosas de mi vida. Pero no pensé en los momentos buenos; pensé en los malos momentos. Eso fue la auto-vacuna que me curó. Me curé con mi propia rabia, con mi propia amargura.
Aquello pasó y seguramente no volverá a repetirse. Cité aquel estado especial de mi espíritu para justificar esa amargura de Uno, que muchos amigos dijeron que resultaba tremenda y desoladora. Tal vez tengan razón. En otras circunstancias, acaso no hubiera escrito lo qué escribí. Aquellos diez días de locura absurda me ayudaron a preparar el tema. La desilusión amarga del que no puede amar, aún queriendo amar, no había
Sido tratada todavía. Yo aprendí, en aquellos días de “reviro”, que la gente sería inmensamente feliz si pudiera no presentir…

Uno (1943)
Letra: Enrique Santos Discépolo
Música: Mariano Mores

..
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias...
Sabe que la lucha es cruel
y es mucha pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina.
Uno va arrastrándose entre espinas
y en su afán de dar su amor
sufre y se destroza hasta entender,
que uno se ha quedao sin corazón...
Precio de castigo que uno entrega
por un beso que no llega
o un amor que lo engañó.
Vacío ya de amar y de llorar
tanta traición.

Si yo tuviera el corazón,
el corazón que di.
Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir.
Es posible que a tus ojos
que me gritan su cariño
los cerrara con mis besos.
Sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos,
los que hundieron mi vivir.

Si yo tuviera el corazón,
el mismo que perdí...
Si olvidara a la que ayer
lo destrozó, y pudiera amarte,
me abrazaría a tu ilusión
para llorar tu amor.

Pero Dios te puso en mi camino
sin pensar que ya es muy tarde
y no sabré como quererte…
Déjame que llore
como aquel que sufre en vida
la tortura de llorar su propia muerte.
Pura como sos habrías salvado
mi esperanza con tu amor.
Uno esta tan solo en su dolor,
Uno esta tan ciego en su penar.
Pero un frío cruel
que es peor que el odio,
punto muerto de las almas,
tumba horrenda de mi amor,
maldijo para siempre y me robó
toda ilusión…


Jorge B. de Ribera (coord.) Discépolo. Cuadernos de Crisis 3. Bs. As. 1973.

2.12.2009

Oración para ir al cielo con los burritos / Francis Jammes

Cuando tenga que ir hacia Ti,
¡oh, Dios mío!,
Haz que reine un día
de fiesta
en el campo.

Yo querría,
como lo hice aquí abajo,
elegir un camino de mi gusto
para ir al Paraíso,
donde las estrellas brillan
en pleno día.
Andaré con mi bastón
por la gran carretera
y les diré a los asnos,
mis amigos:
—Yo soy Francis Jammes
y voy al Paraíso,
porque no hay Infierno
en el país del Buen Dios.
Y les díré:
—Venid, mansos amigos del cielo azul,
pobres bestias queridas,
que con un brusco sacudón de orejas
se espantan de vulgares moscas,
los golpes y las abejas…

Que yo aparezca ante Ti
rodeado de estos animales
que amo tanto,
porque inclinan la cabeza
suavemente y se detienen
juntando sus patitas
con tanta mansedumbre,
que dan lástima.

Llegaré seguido
por millares de orejas,
seguido por aquellos que llevaron
cestas en sus flancos,
por aquellos que tiraron
de carruajes de saltimbanquis,
o carros con latas y plumeros,
por aquellos que cargan
en sus lomos vasijas abolladas,
y por burras
plenas como odres,
de paso tembloroso,
por aquellos cubiertos
con pantaloncitos para protegerlos
de las heridas azules y supurantes
que les causan los tercos moscardones
que los siguen en ronda.

Dios mío,
haz que me acerque a Ti
con los burritos.
Haz que los ángeles
nos conduzcan en paz
hacia frondosos arroyuelos
donde tiemblan cerezas lisas
como la piel sonriente
de las muchachas,
y haz que,
en ese recreo de las almas,
inclinado sobre tus aguas divinas,
yo me parezca a los burritos
que contemplarán su pobreza humilde
y suave en la limpidez
del amor eterno.


Francis Jammes. Oración para ir al cielo con los burritos. Ilustraciones de Jacqueline Duheme. Trad. María Elena Walsh. Hyspamérica (Veo-Veo. Mi primera biblioteca) Madrid. 1986.

2.07.2009

Yo el Supremo / Augusto Roa Bastos

[...]
Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes. Más a gusto se encuentra uno en compañía de perro conocido que en la de un hombre de lenguaje desconocido. El lenguaje falso es mucho menos sociable que el silencio. Hasta mi perro Sultán murió llevándose a la tumba el secreto de lo que decía. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de naturalizar lo artificioso de las palabras. Eres mi secretario ex-cretante. Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel. Quiero que en las palabras que escribes haya algo que me pertenezca. No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades. Historias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas, los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje.
Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turbándose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio s
e torna vicio. Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través del Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él. Estoy encerrado en un árbol. El árbol grita a su manera. ¿Quién puede saber que yo grito dentro de él? Te exijo pues el más absoluto silencio, el más absoluto secreto. Por lo mismo que no es posible comunicar nada a quien está fuera del árbol. Oirá el grito del árbol. No escuchará el otro grito. El mío. ¿Entiendes? ¿No? Mejor.

Augusto Roa Bastos. Yo el Supremo. Siglo XXI Argentina. Bs..As. 1974.

La guerra del fin del mundo / Mario Vargas Llosa

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El Hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de Farina y frejol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos para huir, huir, sin saber adónde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras, o las lozas desportilladas, a donde estaba o había estado o debería estar el altar y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padre Nuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.
Sólo después de pedir perdón al Buen Jesús por él estado en que tenían su casa, aceptaba comer y beber algo, apenas una muestra de lo que los vecinos se afanaban en ofrecerle aun en años de escasez. Consentía en dormir bajo techo, en alguna de las viviendas que los sertaneros ponían a su disposición, pero rara vez se le vio reposar en la hamaca, el camastro o colchón de quien le ofrecía posada. Se tumbaba en el suelo, sin manta alguna, y, apoyando en su brazo la cabeza de hirvientes cabellos color azabache, dormía unas horas. Siempre tan pocas que era el último en acostarse y cuando los vaqueros y los pastores más madrugadores salían al campo ya lo veían, trabajando en restañar los muros y los tejados de la iglesia.
Daba sus consejos al atardecer, cuando los hombres habían vuelto del campo y las mujeres habían acabado los quehaceres domésticos y las criaturas estaban ya durmiendo. Los daba en esos descampados desarbolados y pedregosos que hay en todos los pueblos del sertón, en el crucero de sus calles principales y que se hubieran podido llamar plazas si hubieran tenido bancas, glorietas, jardines o conservaran los que alguna vez tuvieron y fueron destruyendo las sequías, las plagas, la desidia.
Los daba a esa hora en que el cielo del Norte del Brasil, antes de oscurecerse y estrellarse, llamea entre coposas nubes blancas, grises o azuladas y hay como un vasto fuego de artificio allá en lo alto, sobre la inmensidad del mundo. Los daba a esa hora en que se prenden las fogatas para espantar a los insectos y preparar la comida, cuando disminuye el vaho sofocante y se levanta una brisa que pone a las gentes de mejor ánimo para soportar la enfermedad; el hambre y los padecimientos de la vida.

Mario Vargas Llosa. La guerra del fin del mundo. Seix Barral. Chile. 1985.

2.05.2009

La víctima de Tadeo Limardo / H. Bustos Domecq

[…]
Ahora llegamos al domingo fatídico. Me duele confesar que ese día el hotel está muerto, falto de animación. Como yo me aburría como un bendito, se me ocurrió sacarlo a Fainberg de la negra ignorancia y le enseñé a jugar al truco para que no hiciera un triste papel en los bares de cada esquina. Señor Parodi, yo tengo pasta para enseñar; la prueba es que el alumno me ganó ipso facto dos pesos, de los cuales me cobró uno cuarenta en metálico, y para saldar la deuda me convidó a que lo invitara a una matinée en el Excelsior. Por algo dicen que Rosita Rosemberg tiene el cetro de la risa. Las plateas gozaban como si les hicieran cosquillas, aunque yo no pescaba una palabra, porque hablaban en un idioma que tienen los rusos para que no los manye al vuelo ni el Pibe Sinagoga, y yo estaba impaciente por llegar al hotel para que Faimberg me contara los chistes. Como para chistes estábamos cuando me reintegré a la piecita sano y salvo. Usted viera la lástima de mi cama; ya la frazada y la cubija eran una sola mancha; la almohada no estaba mucho mejor que digamos la sangre había ganado hasta las bolsas y yo repreguntaba dónde iba a dormir esa noche, por que el finado Tadeo Limardo estaba tendido en la cama, más muerto que un salame.
Mi primer pensamiento fue, como es natural, para el hotel. Con tal que algún enemigo no fuera a creerse que yo había sacrificado a Limardo y manchado toda la ropa de cama. Adiviné en seguida que ese cadáver no le iba a caer en gracia a Zarlenga; y así fue porque los tiras lo interrogaron hasta ya pasadas las once, que es una hora que en el Nuevo Imparcial ya no se puede prender luz. Mientras completaba esas reflexiones, yo no cesaba de chillar como un borrachín, porque soy como Napoleón y hago muchas cosas a un tiempo. No le exagero: todo el establecimiento acudió a mis gritos de auxilio, sin excluir el peón de cocina, que me tapó la boca con un trapo y casi obtiene otro cadáver. Llegaron Fainberg, la Musante, los farristas, el cocinero, Paja Brava y el último el señor Renovales. El otro día lo pasamos todos en la cafúa. Yo estaba en mi elemento, satisfaciendo toda laya de preguntones y mandándome cada cuadro vivo que los dejaba turumba. No desatendí el trabajo de zapa, y saqué el dato que a Linardo lo habían liquidado a eso de las cinco de la tarde, con su propia cortaplumas de hueso.

[...]

H. Bustos Domecq. Seis problemas para don Isidro Parodi. Sur. Bs.As. 1964

2 Sueños // Rodericus Bartius / Domingo F. Sarmiento

...
El incesto
César informa que, antes de cruzar el Rubicón y marchar sobre Roma, soñó que cohabitaba con su madre. Como es sabido, los desaforados senadores que terminaron con César a golpes de puñal, no lograron impedir lo que estaba dispuesto por los dioses. Porque la Ciudad quedó preñada del Amo (“hijo de Rómulo y descendiente de Afrodita”) y el prodigioso retoño pronto fue el Imperio Romano.

Rodericus Bartius, los que son números y los que no lo son (1964)

El sueño de Sarmiento
En Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones del día me daba pesadillas horribles, en lugar del sueño que mis agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la oscuridad del abismo que no debe ser oscuro, se mezclaban que sé yo a que absurdos de la imaginación aterrada, y al despertarme de aquellos sueños que querían despedazarme, una idea sola quedaba tenaz, persistente como un hecho real ¡Mi madre ha muerto!... Por fortuna, téngola aquí a mi lado, y ella m e instruye en cosas de otros tiempos, ignorados por mí, olvidadas de todos. ¡A los setenta y seis años de edad, mi madre ha atravesado la cordillera de los Andes, para despedirse de su hijo antes de descender a la tumba! Esto sólo bastaría a dar una idea de la energía moral de su carácter.
D.F. Sarmiento, Recuerdos de Provincia (1851)


Libro de Sueños. Jorge Luis Borges (antólogo). Torres Agüero Editor. Bs.As. 1976.

Sueño que sueña / Roberto Alifano

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Suéñame
suéñame hasta el cansancio
¡Oh sueño de sueño!
¡Maravilla de maravilla!
Ser prisionero de tu sueño.
_____________________________

no
mereces
ni
siquiera
que
te
sueñe
__________________________________________________________

Soñé con una enorme
memoria de sueños
que atesoraba en sus anaqueles
los sueños de todos los sueños
soñados por los tiempos de los tiempos
Y donde cada hombre
podía encontrar su sueño soñado



Roberto Alifano. Sueño que sueña. Torres Agüero Editor. Bs.As. 1983.

XXI. DE Asinio Polión a Virgilio y Horacio / Thorton Wilder

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El mohín desdeñoso de Pericles ante la idea de Sófocles como gobernante de la ciudad, no es más que una parte de la historia; la otra parte quedaría perfectamente ilustrada con el episodio aquel de Menandro, cuando atravesó toda la plaza pública descalzo un pie, y calzado el otro con su sandalia. Estos rasgos, de todos conocidos, los interpretan alguno como el signo de que los poetas están ocupados con verdades que trascienden las apariencias, y cuya contemplación sería semejante a una locura, o bien a una sabiduría infundida por los Dioses. Pero, a mi juicio, la explicación es otra. Yo creo que todos los poetas deben haber sufrido en la infancia una profunda herida o una mortificación incurable que los hace para siempre pusilánimes ante todas las contingencias de nuestro humano existir. El odio y la desconfianza los llevan entonces, a crear con la imaginación un mundo distinto. Peor este mundo por ellos creado, no revela una visión más profunda de las cosas, sino sólo ansiedades más urgentes. La poesía es un lenguaje aparte dentro del lenguaje común, concebido para describir una existencia que no ha tenido realidad nunca y que no la tendrá jamás; y lo hace con imágenes tan seductoras que todos los hombres se ven empujados a compartirlas y a verse distintos de lo que son. Y me ratifica en este juicio observar que, aun en aquellos versos donde los poetas expresan su desdén por la vida, describiéndola en toda su evidente absurdidad, los términos de su desprecio son tales que sus lectores se sienten elevados por ellas, ya que presuponen un orden de cosas más noble y más justo que el humano y lo representan como alcanzable.

Los idus de Marzo. Thorton Wilder. Emecé. Bs.AS. 1967

1.26.2009

La luna llena / Khalil Gibran

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...................La luna llena se elevó gloriosa sobre el pueblo y todos los perros comenzaron a ladrarle.
..................Sólo un perro no ladró y dijo a los otros con voz grave.
—No despertéis el sosiego de su sueño, ni atraigáis a la luna hacia la tierra con vuestros ladridos.
..................Entonces todos los perros cesaron de aullar y se hizo un terrible silencio. Mas, el perro que les había hablado continuó aullando durante toda la noche, pidiendo que se hiciera silencio.

Khalili Gibran. El loco - El vagabundo. Edicomunicación. Barcelona. 1995.

El enfermo y el bombero / Robert Louis Stevenson

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Había una vez un enfermo en una casa incendiada, a donde llegó un bombero.
—No me salve –dijo el enfermo–. Salve a los que están sanos.
—¿Tendría usted la bondad de explicarme por qué? –preguntó el bombero, que era un hombre bien educado.
—Nada más fácil –dijo el enfermo–. Los sanos deben ser preferidos porque son más útiles para el mundo.
El bombero quedó meditando, ya que era un hombre de cierta filosofía.
—De acuerdo –dijo al fin, mientras se hundía parte del techo–. Pero puesto que estamos conversando… ¿cómo definiría usted el deber de los sanos?
—Nada más fácil –replicó el enfermo–. El deber de los sanos es ayudar a los enfermos.
Como antes; el bombero se quedó meditando, ya que no había ninguna prisa en ese hombre ejemplar.
—Yo podría perdonarle estar enfermo –dijo por fin, mientras se caía parte de la pared–. Pero no ser tan necio.
Con estas palabras alzó su hacha de bombero, porque era singularmente justo y hendió sobre la cama al enfermo.

Robert Louis Stevenson. Fábulas. Editorial Legasa. Buenos Aires. 1994.

Un hombre de estado / Ambrose Bierce

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Un Hombre de Estado que asistía a una reunión de la Cámara de Comercio se levantó para hablar, pero fue objetado alegando su nula relación con el comercio.
—Señor Presidente –dijo un Anciano Miembro, mientras se levantaba–, pienso que la objeción no está bien fundamentada; precisamente, el caballero y el comercio guardan una estrecha relación. Él es una mercadería.

Ambrose Bierce. Fábulas fantásticas. Edicomunicación.Barcelona. 1997.

El diamante y el cristal / Juan E Hartzenbush

...
Cierto lapidario
perdió en un camino
un diamante tosco
y un cristal pulido…

A su camarada
el diamante dijo:
—Yo salir espero
pronto de este sitio.
Piedra soy al cabo
de valor crecido:
quien me encuentre,
llena de oro su bolsillo.
El cristal picado
respondióle: —Amigo,
mucho es lo que vales;
pero no te envidio.
Tú y un vil guijarro
parecéis lo mismo:
¿Quién, pues, ha de verte,
si te falta brillo?

Unos pasajeros
acercarse miro:
vamos a ver de ambos
quién es preferido.
El cristal lanzaba
resplandores vivos
y esto a los viajantes
reparar les hizo.
Bájanse a cogerle,
le alzan con cariño,
y entre tanto pisan
al diamante rico.
y sin ser de nadie
desde entonces visto,
se quedó en el polvo
para siempre hundido.

Méritos ahora
húndense de fijo,
si les falta un poco
de charlatanismo.

Juan E Hartzenbush. Fábulas. Edicomunicación S. A. Barcelona. 1998.

1.19.2009

Proverbios infernales / William Blake

...
El necio no ve el mismo árbol que ve el sabio.

Jamás se convertirá en estrella aquél cuyo rostro no irradie luz.

Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas.

Con piedras de la Ley han levantado prisiones: con ladrillos de la Religión, Burdeles.

Aquel que desea pero no obra, cría pestilencia.

Nunca perdió más tiempo el águila que cuando se puso bajo el magisterio del cuervo.

Escucha el reproche de los necios: ¡es un título real!

William Blake. Poemas Proféticos y Prosas. Barral Editores. Barcelona. 1971.
.

Santa María de Iquique, Cantata Popular / Luis Advis

[Fragmentos]
SOLO:
Las casas desposeidas
y el obrero que esperaba
al sueño que era el olvido,
sólo espína postergada.
.
El viento en la pampa inmensa
nunca más se terminara.
Dureza de sequedades
para siempre se quedará.
Salitre, lluvia bendita,
se volvía la malvada.
La pampa, pan de los días,
cementerio y tierra amarga.
Seguía pasando el tiempo
y seguía historia mala,
dureza de sequedades
para siempre se quedara.

CORO:
El sol en desierto grande
y la sal que nos quemaba.
El frío en las soledades
camanchaca y noche larga.
El hambre de piedra seca
y quejidos que escuchaba.
La vida de muerte lenta
y la lágrima saltada.


Luis Advis. Santa María de Iquique. Libros para el Tercer Mundo. Bs. As. Nov./73

Ediciones AqL

Desde 1998, más de 100 libros editados, más 60.000 ejemplares impresos... ¡Qué paradójico! Tantos números para describir a una editorial en la que lo que más importa son las palabras y las personas que están a ambos lados de las mismas... tras ellas: usted, autor y frente a ellas: usted, lector.

edicionesaql@yahoo.com.ar // http://edicionesaql.blogspot.com/ Urugay 39. Villa Martelli. Vicente López. 4709-1909 / 15-6162-1273

Si está pensando en editar, consúltenos...

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